Caldo

I

Dulce lengua enchilada sensible

hijo del sinsabor: córtatela

ponte esta lengua de toro bravo

olor a sangre…



La academia de la comida se disuelve en cocinas y toxinas, en sazones y tragones: Grasas, Cocineras, Chefs.

Pruebe este caldito de bilis, esta sopita de “Ay mamá por Dios” visionaria de panza vacía. Pruebe, deguste, póngale sal, haga lo que cause más placer hasta el exceso, pero no se emborrache, nomás le llenaría su ego. Haga las cosas por gusto por que para eso tiene gracia su grasosa majestad…

…La cocina callejera de la gente sin casa siempre ofrece un taco amistoso, una sazón de abuelita. Es el lugar para ponerle sal a la vida, a los desabridos.

Comer y vivir los lugares de los solitarios me han mostrado que en este mundo todos andan buscando un cariño cotidiano, un aliviane ni tan pequeño como para que no sepa a nada, ni tan grande que empalague la conciencia y acalore. Así son los que comen solos, los solos obligados o por vocación. Quizás el acre sabor de la soledad no se aun achaque de fracaso, pero todos los solos se acompañan aquí: diario y a la misma hora, juntos sorben y se codean de banco a mesa, de tenedor a diente y saliva a tortilla; todos se toman su caldito tan necesario como calor cariñoso, y en la melancolía de la intimidad, en la magia de un delantal que les recuerda a alguien, mastican un tiempo mal cocinado. Recuerdan las galletas, se dan cuenta que les han crecido muchas cosas pero nunca tanto como el recuerdo, como el hambre y el sabor de día que ya valió la pena, y se preguntan cómo eran antes, cuando comían con otras compañías, cuando se aprendía a vivir con la demás gente, de pronto se dan cuenta que el plato se enfría, lo terminan, pagan lo que deben y se van.



II



Aquel niño hizo el puchero tragando sin masticar, dejando que entre dientes quedara embarrado, a la primera salivación: “buwajkc”… Estaba afuera, vomitando sobre el plato el bocado de la disciplina, lágrimas, 2 nalgadas y comentarios de mesa de cómo son ahora los niños y cómo debe educárseles y cómo ya se perdió todo eso, antes, siempre, por nunca. Y que el padre mano dura, y que si los obligas nunca les va a gustar nada… Y ahí estábamos todos sentados a una mesa viajera del pasado.

-“Si yo hubiera tenido las mismas oportunidades que los jóvenes de ahora”.

-“Fui más blanda contigo que con tus hermanos”

-“No, al mundo ya se lo cargó la…”

Ahí en medio y hundido en silla me recordé chico, con el sólo oficio de soñar y tenerme que a la misma hora, todos los días, sentar a una mesa dónde la tortura de la educación comenzaba.

Había que evitar la torpeza de tirar las cosas y embarrarme con todo, con esa comida que no me gustaba. Había que esperar un año más que mis hermanos para bajar y dar salto a la silla, llegar a la mesa, con todos. Acostumbrar las manos a coger el tenedor, la cuchara, y manejar un cuchillo filoso para atravesar la bendita comida que no me gustaba pero comía, mientras las pláticas eran acostumbrarse a escuchar de otras vidas, otras personas sentadas en la misma mesa hablando de un rancho y lo difícil de la vida, lo lista que es tu hermana, lo buena gente que es tu hermano, y “lo caro que está la todo”, recitado positivamente. Había que aprender a escuchar de otras realidades, a callar y no pasar la comida con agua… Someterse: Madre educación extiende el cinturón de papá rectitud… Niño estómago digiriendo trozos, pasándolos al baúl del “ya pude”… ¿Para qué…?

-"Para que sepas de la vida”

-“Por que hay muchos que quisieran comerse eso ahorita”

-“Cómetelo o no te levantas de la mesa hasta acabártelo”




Pero con todos pude, la carne del gran cerdo, las sopas verdes de espinacas, pegosteosas menudencias… Con todos menos la tortura de la sustancia invencible: Sopa de Hígado Aguada.

El olor-sabor, pero más la consistencia de ese color cafetoso, se convertían en lo más difícil.

Pasaba horas enteras en la batalla, sentado con la sopa y la sopa se enfriaba y de viscosa volvía a ser sólida, a tener el olor frío de un animal recién muerto, que tiene un órgano en la panza que se llama hígado y se lo sacan para que tú te lo comas y te pases tardes enteras deseando tirarla a un caño o vaciarla a una maceta cuando no te vean, o tener el valor suficiente de tomártela de una vez en un maldito sorbo sabor a mierda, para por fin en la última cucharada merecer el pasaporte de abandonar la mesa, terminar la guerra y comenzar otra en las calles, con los otros niños y con toda la violencia en juegos de “a ver quien es el más fuerte”.






III



Hay algo perverso en los niños… Algo que supera los magnicidios y pecados… No sé que fluye en la sangre y se refleja en dos ojos con malicia, con toda la perversa intención de una pervertida inocencia. Yo vi a los niños apedrear ratas arrinconadas, prendiendo fuego al desfile mortal de un gato negro de petróleo. Niños sin temor a Dios, cruelmente talentosos quebrando cielos y rompiendo niños. Espías usureros de sus hermanas a la hora del baño cobrando una cuota por el espectáculo, robando los bolsillos de sus padres y las joyas de sus madres, tirando una y un millón de veces resorterazos al rostro cacarizo de la luna. Niños montoneros, bebiendo alcohol con agua de charcos, punzando navajas a sus maestros, a los vidrios, a las noches, y las heridas de la cordura; abriéndose la bragueta en las calles…

¡Y que divertido era!, había que destruir para construir encima otra vez, y otro mundo más fuerte donde dolieran menos los cinturonazos, y se permitieran más cosas, donde tuviéramos alas para apedrearnos en las alturas y ver caer al primer descalabrado sobre el patio roto de su casa… Y así todos contra todos hasta que sólo el más malo sobreviviera, quedándose solo, sentado en lo alto de un poste, para sólo morir después de aburrición.



IV



De la vereda a la calle

vamos a jugar a la sangre.



Los muy cabrones siempre andaban juntos en bolita rompiendo cielos, rayando muros, trepando paredes. Eran de la esquina para allá, los guerreros de la cuadra.

Dueños de la calle y de la pelota y los que la juegan y los que merecen ser cuates y hay de aquel que la haga de tos… Había un jefe, sus reglas y cosas por hacer, se era chingón, bien chingón. Nada ni nadie podía con ellos los guerreros que robaban tapones, rompían vidrios, mataban tiempos, le mentaban su madre al diablo, y hacían que todos los demás les tuvieran miedo. Aún no interesaban mucho los vicios más allá que los cigarros robados a alguien; todavía el dinero no era todo, y las mujeres eran aburridas mariquitas que lloraban de todo.

Pero yo sabía que cada día al llegar la noche salía alguien más chingón y con una escoba o a mano limpia los agarraba de la oreja y los metía a su casa, mientras la calle se vaciaba y sólo se oían chillidos, y ese alguien todavía más chingón que acababa con el rito, más de muchas veces era una mujer…“La cena se enfría”

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