Diastasotro

Es astro vejez con arrugas sólidas marcando en su memoria un rastro de penumbras luminosas arreadas. Desde su cuarto – cuarto de ave, cuarto de luz – cuarto de conciencia y por fin un cuarto de universo empaquetado de sobremesa, observa el rumear de los días sin siquiera levantar la cabeza de su pedestal como librero de veinte esquinas.



Despierta, grano a grano, perdiendo su vista por uno de los hoyos del cielo que le dio cobija esa noche de pensamientos inatrapables, pensamientos que bailaban con un ritmo casi paralizado – casi bello. La luz, como agua, destilaba entre las sombras, como pléyades en rito, y el agua, como luz, invadía aquella esquina contraria, impasible, terca, miedosa como ratón al sentir la vista posar sobre su sensible piel, baja del cielo gris abotonado como smoking para fiesta elegante, inmóvil.



El aire ausente, trasnochado, con resaca se había alejado y no ha vuelto… meditaba nauseabundo. Era dios en tierra ensangrentada, no temía y a decir verdad no tenía porque, era piedra. Se convertía en reptil y sucumbía montes comiéndose la vegetación artificialmente acomodada por el mismo, después del festín de todas las mañanas precisas, paralizadas. Ya no sentía al tiempo, pues mañoso, pasaba silencioso para no hacerse notar.



Después de caminar un rato por el universo de propia invención se había trasladado, en un mismo planeta, de tundra a desierto, de desierto a ciudades despobladas, de aquellas a esas y de esas hasta paisajes con lagunas o ríos dependiendo de su humor, y se tomaba su esencia hasta dejar la laguna-río sin húmedo aliento siquiera, hasta el último sorbo. Movilizaba su ejercito y se cambiaba a otro mundo y lo recorría como al anterior y se reinventaba en dios iracundo poblando a aquel con hombres y mujeres bellas, y hombres mujeres y mujeres hombres, y por placer los destruía con sus ejércitos o, a base de diferentes ingeniosos métodos, los veía sufrir hasta la muerte; sonreía, se cambiaba de mundo y esperaba que el río-laguna, mar de mediodía y vegetación artificial aparecieran, tal humano incrédulo de su propio estado, hasta que de lo eterno se asomaban unas manos y estrechaban el río y dejaban el material para que construyera única distracción de montes con vegetación.



Hace tiempo había descubierto un hoyo que aparecía en todas sus creaciones. Pensaba, único oficio, que era el infierno, de tal forma que después de sucumbir los montes y tomarse los ríos de otro planeta, creado y destruido por mano propia, se acercaba con pudor y le cagaba encima y se reía en voz alta tal dios pendenciero.



Inventaba noches sin luna y se echaba en la sombra y de rabia hacía luchar a su ejército contra ellos mismos o contra otros que parecían salir del infierno… después… después dormía. Al despertar, las manos de lo inalcanzable, de lo eterno, tan escudriñadas, tan conocidas hasta el último pliegue, en los segundos del mediodía, únicos segundos que aparecían y que el esperaba con ansia, ya habían dejado el mar y bendito material; de tal forma, que no fue humano sólo cuando dormía, inconsciente, sonreía y volvía a crear montes y absorber la esencia de las lagunas y recorría el nuevo mundo y saltaba a otro con civilizaciones antiguas y lo devastaba, lo poblaba de aves y de allí, en un espacio vacío, donde no había estrellas, creaba un mundo y saltaba a él y creaba mundos de machos con mujeres oprimidas o de feministas con hombres enardecidamente sorprendidos o mundos iguales donde la violencia y las guerras eran continuas, como un estar, y arto de crear mundos jugaba con amores creados, con familias rotas, con niños exploradores perdidos, con mentiras y otras ideas hasta convertirse en astro con arrugas sólidas marcando en su memoria un rastro de penumbras arreadas…

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