El Marqués y las Hormigas

Uno de los sirvientes traía amordazado al joven prisionero, lo llevó a una habitación especial en la planta alta del castillo donde el Marqués esperaba. Lo desnudaron y lo recostaron en una plancha metálica en donde ataron sus extremidades. El Marqués ya tenía preparado el pequeño globo lleno de hormigas y lo pasó a su sirviente para que se lo metiera al joven por el ano. Eso era sólo el principio de un experimento mucho más complejo.

El prisionero gemía, en delante sería mejor mantenerlo drogado durante toda la operación. El Marqués revisó que no faltara nada; ahí estaban todos los instrumentos quirúrgicos, los delgados tubos de vidrio de diferentes formas y tamaños, y las hormigas paseándose por el laberinto de su criadero entre dos vidrios, todas marcadas con diferentes manchas de tinta en la cabeza para identificarlas individualmente.

Drogaron al prisionero. Al día siguiente continuaría el experimento. Antes de salir del cuarto el Marqués tomó una navaja y la llevó consigo a su alcoba. Sentado ante su escritorio se hizo una cortada en el hombro y se puso a escribir, le gustaba escribir sobre el dolor mientras lo sentía.

Por la mañana comenzaron las perforaciones en el cuerpo del joven. Con un alargado pico el sirviente traspasaba de lado a lados las extremidades, el Marqués introducía en las heridas la punta de un tubo de vidrio lleno de hormigas tapado por el lado opuesto, y esperaba. Aplaudió al ver como las hormigas que habían entrado por la incisión en la pierna salían por el lado contrario, le fascinaba ver como se abrían paso entre la carne sangrante. Era indispensable mantener vivo al prisionero, así que todas las heridas eran desinfectadas y vendadas al terminar la sesión; las hormigas eran regresadas al criadero.

El Marqués creyó posible que las hormigas siguieran la ruta del aparato digestivo, pero nunca sucedió así. Metían el tubo por la boca del joven y esperaban horas para ver salir alguna hormiga por el ano, pero ninguna salió. Intentaron lo mismo metiéndolas al revés peor tampoco dio resultado. Las hormigas regresaban y algunas se quedaban dentro atoradas en alguna parte. Al prisionero sólo se le alimentaba con una cantidad mínima de suero y era muy probable que hubiera digerido algunas hormigas.

Las habilidades quirúrgicas del Marqués y su sirviente eran limitadas y constantemente ponían en peligro la frágil vida del prisionero, así que el Marqués invitó a un amigo cirujano que de inmediato pareció interesado en el experimento. Con la llegada del cirujano las perforaciones al joven fueron verdaderamente asombrosas. Después de aplicar una droga más fuerte, el cirujano desfiguró la cara para comunicar mediante precisas incisiones la boca, la nariz, y los oídos. La cabeza del paciente ya casi era un hormiguero, las hormigas entraban y salían a través de los tubos de idrio, de la nariz a la boca o de la boca a los oídos. Se había trabajado con extremo cuidado para mantener intacto el cerebro.

El siguiente paso fue abrir el abdomen para sacar tramos de intestino y enrollarlos por todo el cuerpo del paciente. Se armó un laberinto conectando las diferentes partes perforadas del cuerpo mediante los tubos de vidrio y el intestino. Después, las hormigas se paseaban por todo aquel cuerpo desfilando por tubos de vidrio, cada una con su mancha de tianta en la cabeza, entrando y saliendo por entre la carne viva. Por fin se había logrado crear el hormiguero humano.

El cuerpo del joven estaba ya muy deteriorado y había perdido mucha sangre, así que el Marqués decidió suspender la droga y dejar morir al sujeto, lo cual era más fácil que intentar salvarlo. Cuando el efecto de la droga cesó, el paciente tuvo conciencia por unos momentos antes de morir. El Marqués y el cirujano lo observaban mientras el abrió dificultosamente sus ojos. Las hormigas caminaban a través de los tubos entrando y saliendo de su cuerpo, ls sintió dentro de su nariz, caminando por su seca lengua, saliendo de sus oídos, mordiendo sus intestinos, anidando en su ano. Su cabeza tembló y de sus ojos brotaron dos gruesas lágrimas, mientras tanto el Marqués le acariciaba el pelo y le sonreía como sonríe un buen padre a su hijo enfermo. En su agonía, el joven parecía querer decir algo pero las hormigas ebsruían su garganta y sólo tosió quedamente empañando los tubos de vidrio.

Murió con los ojos desorbitados. El Marqués y el cirujano se miraron y esbozaron una leve sonrisa de satisfacción y piedad.

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